Echando un vistazo por la red, he "descubierto" un artículo de Antón Castro, publicado en su blog el día 2 de julio de 2011 sobre Hemingway, escritor americano, amante de la Fiesta y de las fiestas al que se considera, para bien o para regular, el "relanzador" de los sanfermines. Por eso, ahora que estamos inmersos en el desarrollo de lo que ya es un rito, me ha parecido interesante rescatar un texto que nos ilustra con suaves pinceladas sobre la trayectoria personal y profesional de Don Ernesto. Un personaje que se acercó al mundo de los toros y del cual no pudo separarse jamás:
"Ayer (1 de julio de 2011) se cumplía medio siglo de la muerte del Premio Nobel que estuvo en el frente de Belchite, de Teruel y del Ebro, y que frecuentó en la posguerra el coso de la Misericordia (Zaragoza).
Ernest Hemingway (Oak Park, Illinois, 1899-Ketchum, Idaho, 1962) fue un vitalista enardecido. O un hiperactivo de la escritura. Todo le apasionaba: tocar el violoncelo, practicar la caza, enseñar a boxear a sus amigos, romperse la cara a mamporros con ellos y luego ejercer de maestro de pugilismo de Ezra Pound. Le gustaba cazar en África, pescar en cualquier sitio de Estados Unidos o de Cuba, enamorarse y, muy especialmente, contemplar las corridas de toros o la gran fiesta de los sanfermines. Le apasionaban la violencia, el fulgor de la sangre y la dimensión artística y heroica de los matadores, y a ese universo le dedicó muchas páginas. Ahí están libros como ‘Fiesta’, ‘Muerte en la tarde’ o ‘Verano sangriento’, donde noveló la rivalidad entre Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín.
Fue cronista de la Primera Guerra Mundial, en la que participó como soldado y conductor de ambulancias a partir de 1917. De la I Guerra Mundial derivaría una buena parte de su leyenda: fue herido, amó a la enfermera Agnes von Kurowsky, que le salvaría la vida, y luego recorrió las universidades de su país recreando los peligros y su osadía, ayudado de una ostentosa muleta, y no solo eso: reflexionó sobre la contienda en ‘Adiós a las armas’ (1929), una de sus grandes novelas. Vivió en Valencia en los años veinte, estuvo en Madrid en multitud de ocasiones –convirtió los hoteles Florida y Suecia en su despacho, y Chicote en su restaurante predilecto-, y en la Guerra Civil española estuvo como corresponsal para el ‘Toronto Star’ y para la agencia Newspaper Alliance.
A la par que redactaba guiones para documentales, vivió momentos muy particulares. Siguió a la XV Brigada y al Batallón Lincoln, y se inspiró en su líder Robert Merriman para escribir ‘¿Por quién doblan las campanas?’ (1940), protagonizada por el idealista Robert Jordan. Estuvo en Belchite en los momentos de mayor intensidad, y poco después acudió, entre el 19 y el 23 de diciembre de 1937, a la toma de Teruel por los republicanos en medio del frío y de un gran entusiasmo. Hemingway recordó como la gente salía a la calle y le daba chorizo, jamón y pan para celebrarlo.
De ello también dejó constancia su gran amigo Robert Capa, que le retrató entonces, aunque acabarían distanciándose al parecer porque el reportero húngaro le habría captado en una actitud que consideró poco decorosa. En abril de 1938, Hemingway estuvo en el frente del Ebro y poco después se entrevistaría con Enrique Líster.
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Lister y Hemingway en el frente del Ebro en 1938. |
Ramón José Sender lo recuerda en sus memorias: ‘Álbum de radiografías secretas’ (existe una reedición reciente en Tropo Editores): “Yo no hice buenas migas con Hemingway tal vez porque no tomaba, como él, la literatura por el lado deportivo, ni crematístico. Pero no nos entendamos mal. El defecto suyo era inocente. Hemingway era un niño grande -muy grande en su estatura- y vivió como tal. Incluso su suicidio era o parecía ser parte de un juego de policías y ladrones”. Lo califica de “verdadero aventurero” y de “adolescente romántico”, y agrega que “como narrador consiguió Hemingway aciertos difíciles de superar”. Y desliza una observación arriesgada: “Hemingway no conoció España”, y señala que vio el país desde “el sensacionalismo truculento con solo dos dimensiones: longitud y latitud. Le faltaban las otras dos: profundidad y sentido de lo temporal, que lleva implícito el sentido de la eternidad, como la luz lleva implícita la sombra, la belleza, la fealdad, y el idilio –el amor- alguna amenaza de potencial odio”. Durante la Segunda Mundial, Hemingway contaría el desembarco de Normandía en 1944.
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Hemingway en Zaragoza. Archivo de Rafael Castillejo / ABC.
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A pesar del triunfo de Franco, que nunca fue de su agrado, Hemingway normalizó su retorno a España, atraído por la tauromaquia, sobre todo, y por Pamplona. Separado de su tercera esposa, la reportera Martha Gelhorn (se dijo que el escritor había padecido la pelusilla de los celos profesionales), volvió a España con su cuarta mujer: Mary Welsh. Con ella la fotografiaron en el coso taurino (de Zaragoza) Miguel Marín Chivite, Gerardo Sancho (sus retratos están ahora en el Archivo Municipal), o Luis Mompel, que también captó a Ava Gardner, en una de sus fotos para la historia. Hemigway le dijo a Sender que había tenido todas las mujeres que había querido, y entre ellas incluía a Marlene Dietrich y quizá a la propia Ava Gardner, con quien tuvo siempre una gran complicidad. Existe una fotografía en la que Hemingway, que solía pernoctar en el Gran Hotel, posa en Zaragoza con Joaquín Aranda y José Luis Borau, entre otros. En los últimos años de su vida, perdió la cabeza por la joven Adriana Ivanovich, a la que le dedicó otro libro: ‘Al otro lado del río y entre los árboles’ (1950), donde la transformó en Renata.
Hemingway vino a España hasta los últimos años de su vida, cuando se sentía acosado por la enfermedad y por los esbirros de Hoover. Alternaba su residencia entre Idaho y Finca Vigía, en Cuba: a veces, escribía y escribía en las paredes del baño y en rollos de papel higiénico. En 1954 le habían dado el Premio Nobel; ‘El viejo y el mar’ (1952) fue el libro determinante para obtener el galardón. Tal día como ayer, hace ahora medio siglo, decidió poner fin a su existencia con un arma de fuego. El cazador se cazaba a sí mismo, como si quisiera desmentir su mejor adagio: “Un hombre puede ser destruido, pero nunca derrotado”.
La semana que viene comienzan los sanfermines: a él se lo deben casi todo. O muchas cosas. Y la literatura a Hemingway le debe, ante todo, la evocación de sus años en París con ‘la generación perdida’ en ‘París era una fiesta’, la exaltación de la idea del escritor que contagia vitalidad y bohemia, un puñado de libros, y le debe muy especialmente algunos cuentos extraordinarios de la vida, de la guerra, del amor y de la muerte".